miércoles, 25 de agosto de 2010

dormida otras 24 horas más



Odiaba esa manera tan superficial de nombrar el “nosotros” que tenían los actores. La reportera le preguntó cuando volverían a verle en el escenario y el respondió un “volveremos a Madrid a finales de año”. Se apartó de la pantalla para mirar la hora con incredulidad. Había pasado casi medio día desde la hora del almuerzo. Nunca se habría permitido tal licencia de no haber sido por la inquietante mezcla de insomnio e incertidumbre que le provocaban sus pensamientos por la noche. Así que se fue corriendo a la cocina, en busca de algo que calmara su ansiedad, su soledad, su exhalación. Comenzó a beber como furia dos vasos de agua y se marchó corriendo a la cama, de puntillas. Cuando apagó la luz dio media vuelta y abrió los ojos. Se le había olvidado echarse la crema hidratante. Mierda. Encendió la luz, esperanzada, y se vio a si misma en el espejo sin mirarse demasiado. Se echó la crema, vio el pintalabios rojo y se rellenó toda la boca con él. Pensaba que al día siguiente sus labios tendrían o bien el aspecto de una perfecta modelo con labios rojos naturales, o bien el de una prostituta llorona de película.


Volvía a pensar, pero nada en concreto captaba su atención. Estaba demasiado angustiada intentando averiguar si debía conocer o no el motivo de su desesperación. Quizás solo fuese momentánea, al fin y al cabo ella siempre había sido una optimista de revista.


En la calle, abriendo ese resquicio de la ventana del salón que la salvaba de vez en cuando, no se oía nada. Había olvidado lo mucho que le gustaba sentir el olor a humedad en primavera. Solo a cierta hora de la madrugada. Solo cuando no se oía nada en la calle, cuando era demasiado tarde para los madrugadores y demasiado temprano para los insomnes. Cuando se escuchaban pájaros independientes y un poco obtusos que piaban bajito pronunciando tempranamente el nombre del día que ya era. Ellos nunca saben cuando empieza el día y cuando acaba la noche, por eso cantan cuando nadie lo hace. Se manifiestan para decirnos que no deberíamos dormir mientras ellos observan las maravillas de una ciudad caótica de día durante una hora intempestiva y gloriosa como cualquiera en la madrugada. Ahora sí tenía sueño. Pero seguía sin poder dormir. Tenía tantas cosas que hacer. Quería dormir y al día siguiente hacerlo todo. Ordenar las viejas fotos, decorar el cuarto, ir a clases, estudiar y tener la suficiente imaginación restante para inventar cualquier nueva teoría para ese trabajo en el que solo nos importa impresionar al profesor. Quería haber escrito algo, renovar los libros de la biblioteca, pasear por la tarde bajo el sol. Pero el simple hecho de no haber hecho nada de lo anterior le impedía dormir. Le impedía conciliar el sueños cuestiones que se fueron aplazando con los días. Y que ya era inevitable atrasar durante otras 24 horas. Fueron suficientes sus ojos para darle carpetazo a las historias mágicas, a los sueños.

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